El día que decidí dejar de ser un abogado mediocre comenzó con una bofetada de la realidad.

Era un martes por la tarde. La luz del sol se colaba por la ventana de mi oficina, iluminando pilas de expedientes sin tocar.

Mi teléfono no paraba de sonar, pero cada llamada era más inútil que la anterior.

Mi padre, un legendario abogado de los 80, me había enseñado que el éxito se mide por las horas trabajadas. "Cada llamada es una oportunidad de oro", solía decir.

Yo lo había convertido en un mantra y me lo repetía cada día durante años, como un autómata.

Pero ese día fue diferente.

Mi hijo Diego había dejado un dibujo en mi escritorio. Un dibujo donde me pintó a mi sosteniendo un teléfono más grande que yo. Y a él sentado a un lado. Muy pequeño. Casi invisible.

Esa noche, durante la cena, no pude evitar preguntarle: "¿Qué significa este dibujo?"

Su respuesta me destrozó: "Papá, ¿te gusta mas estar conmigo o hablar por teléfono?"

Golpe bajo.

Mi nombre es Carlos Mendoza. 39 años. Abogado independiente. Y hasta ese momento, un abogado de relativo éxito. O eso pensaba yo.

Pero despues de aquello me empecé a ver como un fracaso ambulante que se ocultaba detrás de un título y un teléfono sobrecalentado.

Los números no mienten:

50% de llamadas: Spam.

Del otro 50% de llamadas: la mitad personas con problemas que no puedo ayudar a resolver.

De las personas que sí puedo ayudar: decenas de miles de dolares perdidos porque mi falta de tiempo las convirtió en notificaciones de llamadas perdidas.

Vida familiar: practicamente inexistente

Ese día juré una guerra. No contra mis clientes. No contra el sistema.

Contra mi mediocridad.

Contra las interrupciones infinitas. Contra las conversaciones que no llevan a ningun lado y contra la falta de tiempo libre.

Era el momento de buscar una solución a todo aquello.

La solucion era sin duda: delegar la atecion telefónica de las llamadas en frío.

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